miércoles, 24 de marzo de 2010

Fernando Savater

Voy a concentrarme en los pequeños placeres que no están ligados a las necesidades específicas del ser humano, que no forman aficiones —o son imperceptibles incluso para quien los tiene— el que los tiene no se da cuenta que eso son los pequeños placeres de su vida. Lo hace, lo busca, le gusta, pero no se da cuenta de que forman parte de los pequeños placeres de su vida. No son necesidades, ni aficiones, ni, por supuesto, esas cosas que elevan el espíritu sino que son gustos, caprichos, si quieren, pero caprichos que se han convertido en rutinas placenteras y que, muchas veces, son las que mantienen nuestro equilibrio, nuestra situación armónica, el equilibrio en el mundo o de la vida humana. Es una forma de equilibrismo. Todos estamos en la vida como los equilibristas, pendientes de un hilo y necesitamos mantener un cierto equilibrio con la realidad, con las cosas, con nosotros mismos, con lo que estamos haciendo y deseamos ese equilibrio que nosotros, si nos preguntan, decimos que depende de cosas tremendas: la felicidad, la libertad, la justicia, cosas todas ellas muy importantes, pero la verdad es que, día a día, en cada momento, ese equilibrio depende de cada uno de nosotros de los pequeños placeres, a los que nos agarramos y gracias a los cuales nos mantenemos en el equilibrio vital de cada día. Los pequeños placeres son pequeños, pero no dejan de ser importantes. Por eso creo que Ortega, aunque no se refería a los placeres, cuando dice que quien no concede valor a las pequeñas cosas de la vida tampoco entiende las cosas grandes es porque también, en el fondo, las cosas grandes se descomponen en pequeños placeres.

No les quitemos importancia a los pequeños placeres. Evidentemente no son trascendentales, podemos prescindir de ellos un día o dos, sin embargo cumplen una función en nuestra ecología cotidiana. Nos mantienen más a tono, más limpios y más libres. Esas rutinas son las que nos personalizan. En el fondo, cuando uno conoce a alguien y se acuerda de él si es que falta, si es que ha muerto, o se ha ido, recuerda más bien esos pequeños placeres. “A él, o a ella, lo que le gustaba...” es lo que más nos individualizan, nos personalizan aunque muchos de nosotros ni siquiera nos demos cuenta. Son la base, en buena medida, de los momentos más salvables de nuestra vida. Si al final de la vida nos dijeran que podemos salvar, aparte de las aportaciones que hayamos hecho a la humanidad en tal o cual campo y de nuestras grandes obras y amores sublimes, si fuéramos sinceros recogeríamos como verdaderamente placenteros esos momentos que hemos dedicado a hacer las cosas pequeñas que verdaderamente nos gustan; que, además, no las hacemos para dar gusto a nadie. 

 Alguien tan malicioso como Faucoult decía que nadie se enamoraría si no hubiese oído hablar del amor, como una de las cosas que uno debe hacer, porque se espera de nosotros en un momento determinado de la vida. Sin embargo, los pequeños placeres son cosas que uno no hace para dar gusto a alguien sino a sí mismo. No lo hace para quedar bien, ni porque los demás aplaudan, porque tengan mejor opinión de nosotros sino, simplemente, porque a uno le gustan. Uno las hace en la soledad, no las cuenta, no se enorgullece de ellas, no se pavonea, tiene, en este sentido, una sinceridad especial, la de lo que no hacemos para contarlo, para enorgullecernos, para que nos aplaudan, para que los demás nos estimen, para considerarnos grandes sino, simplemente, para estar bien un ratito. Todos los placeres humanos duran un ratito y, también la vida humana, dura un rato. Cada uno de nosotros podemos hacer un pequeño cómputo de nuestros pequeños placeres que son absolutamente privados, intransferibles y a veces difíciles de analizar por uno mismo.

El hojear el periódico matutino antes de que alguien lo haya leido en la casa es uno de mis grandes placeres. En cuanto me dan un periódico medio descuajeringado, porque ya lo ha leido alguien, que ya lo ha manoseado, ya ha perdido la virginidad, me parece un periódico del día anterior, me parecen las noticias atrasadas. La idea de coger el periódico crujiente, con ese ruidito especial, y abrirlo y pasar las hojas en eso que no es una lectura del periódico sino el gusto de hojearlo, de verlo por primera vez. Esa primera lectura antes de que nadie le quite a uno el periódico, cosa que ocurre inmediatamente, por mi hijo o por mi mujer. Esa primera visión es la última que suelo tener, pero ese momento en el que uno mira el periódico todavía crujiente, recién aparecido, y no es lo mismo que leerlo la noche anterior. Nunca me he acostumbrado a esa gente presurosa que acude a última hora de la noche a leer el periódico del día siguiente. ¿Cómo vas a leer el periódico del día siguiente si no ha amanecido? Me parece que esas noticias no pueden ser las buenas, sino las que vendrán al dia siguiente. Seguro que éstas, a lo largo de la noche, se desmienten. Amanecer en París es una cosa que me produce un enorme placer, sea porque uno esté llegando en el tren, sea porque te despiertas en un hotel en París. Es una ciudad que uno entiende por qué se inventaron las ciudades. Entiendes por qué los bárbaros dejaron de ir estepa arriba y abajo, se bajaron del caballo y se quedaron a vivir allí. Aparte de la belleza de la ciudad, la conexión con tus gustos y tus aficiones y un punto de exotismo. 

Cuando me pongo a escribir por las tardes, me siento delante del ordenador, me pongo un whiski —a éste no le incluyo porque es algo meramente medicinal y estrictamente laboral— que acompaño con unos taquitos de mojama y unas almendras. Me parece algo completamente decisivo para escribir y para atraer la inspiración. Porque la inspiración no son los cielos que se abren, te dan la voz y te dicen algo. La inspiración surge con este tipo de cosas. Hay un aforismo extraordinario de Liztchztemberg que dice: “No sabemos nunca cuantos versos sublimes de Shakespeare se deben a un vaso de vino bebido a tiempo”. Y es verdad.

1 comentario:

  1. qué sucedió, qué es este exabrupto en el contador de palabras de las citas que citás... si, savater y kant y la mari en coche son geniales. Pero deberías tener muy claro, a esta altura, que este blog reclama por la autora, hambre de vos, dice uno que pasó volando y dejó mal huella. Beso. Hasta siempre, estimada, hasta la victoria siempre.

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