domingo, 17 de octubre de 2010

Ernesto Sábato

A través de mis cavilaciones, me detengo a mirar a un chiquitito de tres o cuatro años que juega bajo el cuidado de su madre, como si debajo de un mundo resecado por la competencia y el individualismo, donde ya casi no queda lugar para los sentimientos ni el diálogo entre los hombres, subsistieran, como antiguas ruinas, los restos de un tiempo más humano. En los juegos de los chicos percibo, a veces, los resabios de rituales y valores que parecen perdidos para siempre, pero que tantas veces descubro en pueblitos alejados e inhóspitos, la dignidad, el desinterés, la grandeza ante la adversidad, las alegrías simples, el coraje físico y la entereza moral.


Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción. Antes los hombres trabajaban a un nivel más humano, frecuentemente en oficios y artesanías, y mientras lo hacían conversaban entre ellos. Eran más libres que el hombre de hoy que es incapaz de resistirse a la televisión; el opio del pueblo. Ellos podían descansar en las siestas, o jugar a la tabla con los amigos. De entonces recuerdo esa frase tan cotidiana en aquellas épocas: “Venga amigo, vamos a jugar un rato a los naipes, para matar el tiempo no más” algo tan inconcebible para nosotros. Momentos en que la gente se reunía a tomar mate, mientras contemplaba el atardecer, sentados en los bancos que las casas solían tener al frente, por el lado de las galerías. Y cuando el sol se hundía en el horizonte, mientras los pájaros terminaban de acomodarse en sus nidos, la tierra hacia un largo silencio y los hombres, ensimismados, parecían preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte.


Así, A medida que nos relacionamos de manera abstracta más nos alejamos del corazón de las cosas y una indiferencia metafísica se adueña de nosotros, mientras toman poder entidades sin sangre ni nombres propios. Trágicamente, el hombre está perdiendo el diálogo con los demás y el reconocimiento del mundo que lo rodea, siendo que es allí donde se dan el encuentro, la posibilidad de amor, los gestos supremos de la vida. El hombre está acostumbrado a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud.


Nos vivimos como productores que nos estamos volviendo incapaces de detenernos antes una taza de café en las mañanas, o de unos mates compartidos, Ir al bar con algún amigo, o conversar con los suyos mientras se matea o se escucha música, colores, sonidos, perfumes .. No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, crear un clima de Belleza en el pequeño mundo a nuestro alrededor. Al retornar a nuestra casa después de un día de trabajo agobiante, una mesita cualquiera, un par de zapatos gastados, una simple lámpara familiar, son conmovedores símbolos de una costa que ansiamos alcanzar, como náufragos exhaustos que lograran tocar tierra después de una larga lucha contra la tempestad


Parece que logramos una belleza o un placer que ya no cubrimos compartiendo un guiso o una copa de vino o una sopa de caldo humeante que nos vincule a un amigo en una noche cualquiera. Cuando somos sensibles, cuando nuestros poros no están cubiertos de las implacables capas, la cercanía con la presencia humana nos sacude, nos alienta, comprendemos que es el otro que siempre nos salva. Y si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente.


El latido de la vida exige un intersticio, la cercanía de un abrazo o de una mesa compartida

Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas cosas, pero que en el ser humano adquieren increíble magnitud. Creo que la libertad que está a nuestro alcance es mayor de la que nos atrevemos a vivir. Basta con leer la historia, esa gran maestra, para ver cuántos caminos ha podido abrir el hombre con sus brazos, cuánto el ser humano ha modificado el curso de los hechos. Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de la persona, en la libertad. Siento nostalgia, casi ansiedad de un infinito, pero humano, a nuestra medida. Tengo una esperanza demencial, ligada, paradójicamente a nuestra actual pobreza existencial, y al deseo , que descubro en muchas miradas, de que algo grande pueda consagrarnos a cuidar afanosamente la tierra en que vivimos.
Entre lo que deseamos vivir y el intrascendente ajetreo en que sucede la mayor parte de la vida,
se abre una cuña en el alma que separa al hombre de la felicidad como al exiliado de su tierra. Tenemos que reaprender lo que es gozar. Estamos tan desorientados que creemos que gozar es ir de compras. Un lujo verdadero es un encuentro humano, un momento de silencio ante la creación, el gozo de una obra de arte.

1 comentario:

  1. Los chicos inventan valores, aunque eso* sea lo que a mi parecer nos resulta asombroso, pero no perdido. Y la distancia metafísica tiene sus grietas por donde asomarnos para oscilar entre el infinito y un estornudo. Coincido contigo, es en el encuentro donde la belleza destaca su color humano.
    Yo escribo aquí www.monologosalviento.blogspot.com
    Pero a demás como la sencibilidad que planteás me encantó, te dejo mi último blog donde escribí cosas que vos entenderás.
    Saludos!!

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